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Solasaldia honekin: Antonio Casado da Rocha
Si el agua es un bien común, es porque su uso por parte de un agente condiciona o limita el uso por parte de otro. Y, al mismo tiempo, es un bien no exclusivo porque por razones éticas, técnicas o políticas no se puede excluir a nadie del acceso a ese bien. Los bienes que reúnen ambas características (rivalidad y no exclusividad) son objeto de estudio en una literatura que tiene en “la tragedia de los comunes” (Hardin 1968) uno de sus principales referentes. Para evitar esa tragedia (el colapso de los comunes por sobreexplotación) Garrett Hardin proponía privatizarlo todo o que un Estado central lo administrara todo. Pero el trabajo empírico de la economista Elinor Oström, ganadora del Premio Nobel, demostró que hay vías intermedias entre esos dos extremos, pues diferentes grupos humanos, a lo largo de los tiempos, se han dotado de diversas formas de gobernanza para garantizar la gestión sostenible de los bienes comunes.
Digo lo anterior porque el futuro es como el agua: su gestión requiere imaginar e implantar nuevas formas de gobernanza en un contexto de “transición”. El futuro es un bien común porque nuestros futuros están entrelazados: el “uso” del futuro por parte de una persona condiciona o limita el uso por parte de otra. Y también es no exclusivo, porque el tiempo y la historia no se detienen: el futuro nos alcanzará a nosotros o a quienes vengan después. También se parecen en que una sobreexplotación de ese bien común, sea el agua o cualquier otro recurso valioso, equivale a sacrificar el bienestar de las generaciones futuras por el nuestro. Nuestras elecciones en el presente crean el futuro y, a la vez, eso que creamos mediante ellas va a condicionar o no nuestras elecciones futuras. Tenemos, pues, una responsabilidad de “crear un futuro en el cual la gente no tenga que enfrentarse a elecciones trágicas” (Nussbaum) como las que generaría un colapso de los comunes.
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